«Eres también aquello que has perdido»

©2007 Francisco Cubas

©2007 Francisco Cubas

La imagen más simple puede contener mundos. Miro hoy esta fotografía y vuelvo a la tarde de otro domingo, el 11 de noviembre de 2007. El río se ha retirado por fin de la casa donde vivía entonces, tras haberla inundado hasta una altura de dos metros. Alrededor de esos libros todo es desolación: muebles, ropa, libreros, aparatos, películas, discos, cartas, tarjetas, negativos, ampliaciones; todo ha flotado durante más de una semana en agua estancada, mezcla de lluvia y cañería. Es la casa que fue el hogar donde creció y murió mi matrimonio de cuatro años, donde cada pequeño objeto guarda el recuerdo de un instante tristemente feliz o felizmente triste, pero cada pequeño objeto yace ahora embarrado en un lodo negro y fétido que lo llena todo.

Casi toda Villahermosa está igual. Me he pasado estos días fotografiando a personas que limpian sus casas con lágrimas en los ojos, a calles llenas de objetos entrañables y malolientes abandonados a la intemperie, a generaciones que se han quedado sin recuerdos.

Pero nada de eso me ha preparado para ver este libro tirado entre el lodo. Hace ya muchos años que ni siquiera lo hojeo, había olvidado incluso que estaba ahí, como olvida uno las cosas que cree seguras. Lo abro y leo de nuevo la dedicatoria por el día de mi cumpleaños con la fecha 28 de abril de 1979, y la firma de mi padre abajo; mi padre, que también había nacido un 28 de abril.

Yo tenía ocho años, y ya no recuerdo por qué aquel día no hubo fiesta familiar (tal vez era una época difícil, tal vez había tenido que trabajar hasta tarde). Sólo recuerdo que es de noche y llueve, lo recibo con un abrazo en la puerta y me da el libro envuelto en una bolsa de plástico. En la casa siempre ha habido libros, pero éste es el primero que puedo llamar mío, mi llave de entrada a un mundo personal que ya no dejaré jamás.

Tal vez nuestra verdadera muerte sólo llega cuando muere la última persona que nos ha querido. Tal vez por eso mi padre nos hablaba tanto del abuelo Pancho, muerto apenas a los 50 años, para que su vida se prolongara en nuestra memoria. Yo lo recuerdo cargándome divertido en su despacho, en medio de su gran colección de libros, que a mis ojos era una inmensa biblioteca. Mi abuelo no terminó la primaria; mi padre nunca fue a la universidad, pero heredó la afición por la lectura. Siempre hubo un libro en su mesita de noche, y lo primero que hizo cuando al fin pudo construir una casa para nosotros fue llenar una habitación con anaqueles y llenarlos de enciclopedias y colecciones de libros infantiles y juveniles (entre ellas El Nuevo Tesoro de la Juventud, que tanto gustara a Cortázar).

En aquellos primeros años de la infancia, cuándo llegué a la llamada época de los porqués mi padre decidió un buen día dejar de contestar mis preguntas. Puedo verlo sentado a la mesa de la cocina respondiendo con la misma frase a otro de mis frecuentes interrogatorios: «Ahí en el estudio, en esos libros, está todo lo que quieres saber, sólo tienes que buscarlo». Tras cansarme de escuchar siempre lo mismo terminé por ir a los anaqueles y pasarme horas buscando. Fue el mejor regalo que me han hecho en mi vida. Muchos años después me di cuenta de que con su insistencia mi padre había querido sembrar en mí la seguridad de que el conocimiento estaba al alcance de mi propio esfuerzo, y de que no necesitaba intermediarios para llegar a él. Con cuánto amor y con cuánta esperanza elaboró esa pequeña joya para alguien que tendría que padecer el ignominioso sistema educativo de nuestro país.

No vivió lo suficiente para verme entrar en la universidad. Nunca pudo leer ninguno de mis textos en los diarios, ni llegó a saber que yo quería ser fotógrafo, porque lo decidí al terminar la carrera. Y sin embargo en la época de aquel primer libro fue él quien me regaló mi primera cámara y una lección inolvidable.

Yo había leído un volumen infantil dedicado a la fotografía, y pedí una cámara para mi cumpleaños. La réflex Yashica que él usaba era demasiado complicada para un niño, así que me regaló una Kodak Instamatic 110. Todavía estaba aprendiendo a usarla cuando fuimos un fin de semana al rancho de mis abuelos. Poco antes de regresar, al caer la tarde, los niños de uno de los vaqueros se acercaron a saludarnos y mi padre me pidió que les tomara una foto ataviados con sus ropas domingueras. Yo dije que no. No me interesaba tomarles fotos a personas que no conocía y además me quedaban apenas dos disparos en el rollo ¿para qué quería yo la foto de ellos? «No es para ti, es para ellos», me contestó, y me pidió la cámara para hacer él mismo la foto. Me enojé como corresponde a un niño de nueve años y después, en la camioneta durante el regreso a casa, no crucé palabra con él. Hasta que a medio camino volteó a verme y me dijo en tono de decepción «¿No te das cuenta de que ellos nunca han tenido quien les tome una foto?». Me quedé sin palabras. Para mí no había entonces peor castigo que decepcionarlo. Hasta ese día yo había vivido en un mundo idílico, sin ser consciente de las diferencias en que nacemos las personas. Esa tarde me di cuenta de que si bien estábamos muy lejos de ser ricos, éramos más afortunados que muchos y por lo tanto había que ser más solidarios con quienes no tenían las mismas ventajas.

Podría llenar páginas con imágenes suyas, que fluyen una tras otra apenas me permito regresar a esos años. A veces estoy seguro de que fue él quien me abrió las puertas a todo lo que luego ha llenado mi vida: la apreciación de la belleza, de los libros, de las artes, de la naturaleza, de la amistad, de la  honestidad y la honradez, de la gratitud, del dinero como un medio y no un fin en sí mismo. Claro que a fin de cuentas era un ser humano, tan lleno de defectos y contradicciones como todos, y cuando me convertí en adolescente y llevé a cabo el inevitable juicio contra él se abrieron entre ambos silencios que ya nunca pudimos romper, porque la vida no nos concedió el tiempo necesario para hacerlo.

Y aquí estoy de nuevo en aquel domingo por la tarde, recorriendo con la mirada aquella casa náufraga y sintiendo que el mayor naufragio lo llevo por dentro. No puedo ponerme a llorar, tengo que limpiar la casa para devolverla a su dueño, porque ya no volveré a vivir ahí. Si no fuera porque me acompaña mi hermano César ya me habría largado a caminar por las calles sin mirar atrás.

Sigo sosteniendo el libro, ya medio podrido por el agua estancada. Sé que no hay forma de salvarlo, así que tomo mi cámara y hago una foto, tal vez anticipando ya este momento, varios años después, en que me siento en esta computadora a contemplarla. Luego, como me ha ocurrido ya con tantas personas, con tantos lugares, con tantas cosas; lo suelto y me resigno a perderlo para siempre.

Francisco Cubas

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